martes, 28 de septiembre de 2010

El coro


A principios del siglo XXI ocurrió la tan temida invasión al planeta Tierra.
Una raza guerrera hacía tiempo que vigilaba a los humanos. A partir del estudio de diversos humanos secuestrados durante años conocía las posibilidades y debilidades de los habitantes de la Tierra.

Lo habían calculado minuciosamente. La invasión no sería fácil pero la victoria era segura. El factor sorpresa sería un importante aliado de los invasores y, por más que los humanos fueran seis mil millones, no había ser en este mundo capaz de oponerse a los que venían a dominarlo.

Confiados en sus fuerzas, los invasores enviaron la primera misión de reconocimiento y control. Su tarea era fácil: hacer una demostración de poder frente a algunos cientos de personas y dejar que el pánico recorriera el mundo. Despues de eso, atacarían masivamente a un mundo aterrorizado y desprevenido.

El lugar elegido era como cualquiera. El ser encargado de dar el primer paso de la invasión apuntó sus instrumentos a aquella reunión de algunos cientos de personas, los miró y escuchó. Se aseguraba que no hubiera nada extraño y en pocos instantes daría la orden de bajar.

En el medio del jardín, los humanos conversaban y disfrutaban de la tarde soleada. Nada sabían de lo que se escondía en el cielo y solo callaron un poco cuando alguien llamó la atención para hacer unas presentaciones.

Luego de la presentación, el coro empezó a cantar. Decenas de voces, que eran una sola. Decenas de gargantas fundidas en una canción con vida propia. Cientos de pulmones que procuraban respirar despacito, embelezados con tanta belleza. Cientos de manos que, cada tanto, explotaban de júbilo al unísono.

Desde el cielo, el encargado dudó extrañado. Los instrumentos mostraban una voz con una potencia inusitada, mostraban que el jardín latía como un sólo ser. Sin embargo, el podía ver a los humanos individuales, no demasiado distintos a los que ya concía.

En ese momento se dió cuenta. Los humanos tenían una propiedad desconocida para los invasores: podían amalgamarse en entidades superiores. El coro era la prueba. Su voz, su fuerza, su magia, era del todo superior a la suma de sus partes.

Era un error demasiado grande, una imprevisión crítica. La invasión fué rápidamente suspendida.

Cuando el coro terminó, el público agradeció emocionado. Nunca lo suficiente.

Una sonrisa de otro mundo

Fue su sonrisa lo que lo hizo cruzar la línea.

Hasta ese momento, se habian visto un montón de veces y habían hablado unas pocas. Pero sus vidas transcurrían como las hebras que forman una trenza: daban vueltas y vueltas en torno a la del otro, pero nunca coincidían.

Para ese entonces hacía como diez años que se conocían. Tenían amigos en común, vivían cerca y una extraña serie de coincidencias los había hecho encontrarse una y otra vez. Por eso pasaron de los saludos a pequeñas charlas de las que él siempre recordaba esa sonrisa. Esa sonrisa.

La excusa para acompañarla a su casa fue insignificante. Ayudarla con unos paquetes, una mascota escapada, algo que el nunca recordaría. Sin embargo lo que seguro no pudo olvidar fue lo que vio y sintió cuando la puerta se cerró detrás suyo.

Simplemente, ella no era de este mundo.

Las cosas del otro lado de esa puerta eran diferentes, aunque no tanto como para asustar. Lo que a el le pesaba era esa abrumadora sensación de novedad, esa certeza de que en esa casa (¿en ese universo?) todo era de otra clase, de otro sistema y había sido pensado para que lo usaran y disfrutaran otros seres.

Guiado por la sonrisa y su portadora, estuvo un tiempo tras esa puerta y volvió a su mundo sin poder contarle nada a nadie. Le asustaba la responsabilidad de lo que ahora sabía y sin embargo, tenía la seguridad de que nadie le iba a creer.

Solo para confirmarselo a si mismo, llamó a esa puerta tres o cuatro veces más. Siempre le abrieron, siempre le sonrieron y, en realidad, nunca pasó mal. Pero finalmente se despidió para ya no volver.

Luego de eso, no hubo más casualidades. No la vio nunca más, pero los recuerdos de lo vivido demoraron años en desvanecerse. Como en el gato de Cheshire, lo ultimo que quedó fue la sonrisa.

Sin parar

Ella simplemente no podía parar. Durante la mitad de su vida se llamaba Ana Luisa y era bastante autoexigente. Trabajaba mucho, se preocupaba por los demás y llegaba a la noche muy cansada.

Cuando finalmente se dormía la que despertaba era Luisana. Que era ella misma y que seguía trabajando y exigiéndose.

Luisana era el sueño de Ana Luisa. Ana Luisa era el sueño de Luisana. Y cada una, que eran la misma, cumplían el anhelo de la otra de nunca parar, de trabajar cuando ya no se puede, de descansar trabajando.

Como trabajaban tanto, dormían profundamente. Y por eso no tenían muchos recuerdos una de la otra. Sin embargo sus vidas eran absolutamente complementarias, porque ellas eran una. Cuando Ana Luisa dormía una siesta, Luisana tenía insomnio. Cuando el esposo de Luisana la despertó de improviso en medio de la noche, Ana Luisa se desmayó en el mismo instante.

Así vivieron muchos años cada una con sus familias y sus amigos y las dos con sus vidas complementarias. Sobrevivieron a sus seres queridos y empezaron a gozar de una ancianidad feliz. Los demás del mundo de cada una les envidiaban aquella sensación de parecer acompañadas aún estando tan solas.

Sin embargo, una noche, una mañana, ella no logró dormirse, no logró despertarse. Pasó un rato deambulando en una penumbra confusa y se dio cuenta que le costaba reconocerse. Se levantó pero no reconoció aquella casa. Encontró un espejo, acercó una luz y se miró.

Sonrió cuando supo que su nombre ya no importaba. Supo que era ella y que ahora empezaba algo mejor.

Joker

La misión de los Banndiera era hacer del suyo un mundo divertido. En realidad, más que una misión, era una obsesión.
Según los Banndiera sus dioses los observaban y, si llegaban a aburrirse, podían decidir “empezar de nuevo”.
Como cuando uno se aburre del solitario y decide barajar el mazo, como cuando arrugamos el papel con un boceto no convincente y empezamos otro en la siguiente hoja del block.
Cuando los dioses de los Banndiera se aburrían, el mundo dejaba de ser como lo conocíamos. El gran cataclismo traía el fin de estos tiempos y luego un mundo virgen surgía con promesas de mejor diversión para los dioses.

Por eso la vida de los Banndiera era un sinfín de fiestas, desafíos y nuevas actividades.

Para los visitantes, eran un pueblo envidiable. Solo los que los conocían de verdad sabían que el verdadero móvil de aquel pueblo era el miedo. Un convencimiento general de que la monotonía conllevaba la destrucción.

Movidos por el miedo los Banndiera buscaron eterna y frenéticamente la diversión y la novedad. Hasta que una vez, sin nuevas ideas, se repitieron. Aquella noche durmieron para ya no despertar.

YO, EL, ELLA

Se repitió una y otra vez “YO soy el terapeuta, EL es el paciente”…pero por detrás de su paciente ella le guiñó un ojo.
Ella, que desde hacía 10 años solo existía en la imaginación enfermiza de su paciente.
Entonces simplemente dijo ”Carlos, creo que ya no podré ayudarte más”
Y empezó a planificar la noche que pasaría…con ella.

Libido

Sucedió a mediados del siglo XXI.
Cuatro o cinco ideas cristalizaron y la comunidad científica desarrolló un método para mapear todos los receptores del cerebro humano.
Luego de eso, la química orgánica hizo su tarea y las nuevas drogas fueron hechas exactamente a medida de cada uno. Podían controlar el humor, la actitud, la sensibilidad, el carácter y mucho, mucho más.

Pero lo que verdaderamente revolucionó a la humanidad fue un dispositivo terapéutico en forma de puntito diminuto y programable que suministraba esas nuevas drogas de forma fácil y eficiente.
Al principio lo llamaron “Dispositivo intracraneano de administración farmacológica directa” y fue una exclusividad de las grandes corporaciones.
Los profesionales de la medicina poseían ahora la llave para convertir a cualquiera en un ser “normal”. No más esquizofrénicos, no más depresivos, no más maniáticos compulsivos.

Al tiempo dieron un pasito más: no más ansiosos, no más hiperactivos, no más distraídos.

Por esa época comenzó un debate acerca de la “normalidad” y la libertad. Había quienes peleaban por el derecho a ser diferentes más allá de los estándares de las clínicas. Sin embargo, el nuevo dispositivo y su normalidad química avanzaba firmemente en los mercados mundiales. Hubo años en que fue el artefacto más vendido en casi todo el mundo.

Y justo cuando parecía que la igualdad uniformizante llegaba a cada persona en el mundo, sucedió.

Alguien (¿uno, muchos?) descifró los códigos. El aparato de tecnología exclusiva y costo de millones ahora podía ser programado por cualquiera. Enseguida aparecieron laboratorios piratas que vendían las drogas para recargar tu nuevo dispositivo “desbloqueado”. Y muchos descubrieron que el aparato podía ser “sintonizado” en estados muy diferentes de la apática normalidad institucional.

¿Querías vértigo? ¿Querías excitación? ¿miedo, autoestima, simple placer o éxtasis? Todo podía ocurrir simplemente alterando los mandos. La gente se sentía otra vez dueña de su sentir. Por supuesto ya nadie llamaba al dispositivo por su nombre oficial. Le decían “Little Big Dot” o simplemente Libido.

El descontrol fue fenomenal. Masas enteras de humanos dedicadas a disfrutar , a explorar nuevas posibilidades y a renunciar a toda forma de control exterior.

La fiesta no duró mucho. Libido fue prohibido y sus fabricantes perseguidos. 20 años después de su lanzamiento ya nadie hablaba de él.

Por lo menos no en público.